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Le pregunté a mi mamá “¿nos vamos a morir?”

y no respondió

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Reynaldo Mozo

Desde que tenía 9 años de edad le tengo miedo al río. Al río Curucutí, que estaba a una cuadra de mi casa, y a todos los ríos. Vivo con ese temor desde el 15 de diciembre de 1999. Ese día mi vida cambio, como la de muchos habitantes del estado Vargas. Fue el inicio de lo que se conoció después como La Tragedia de Vargas.

Mi primer recuerdo de aquella tarde comienza en la calle principal de La Pedrera, donde unos muchachos jugaban con una pelotica de goma. Yo miraba con curiosidad desde el muro del patio. No me percaté que el cielo estaba nublado, hasta que mis vecinos comenzaron a decir: “ese río está crecido, debe estar lloviendo en las cabeceras”. No entendía a que se referían.

El río Curucutí se ponía cada vez más ancho y más marrón. Nunca antes lo habíamos visto así. Los vecinos estaban alerta. En la calle, una patrulla de funcionarios de Defensa Civil (actualmente Protección Civil) vestidos con su característico uniforme, naranja y azul chillón, parecían tener el control de la situación.
 

— Señor, ¿ese río no está muy crecido? ¿Qué está pasando?, le preguntó una de las vecinas. No recuerdo quien, pero sí la respuesta.
— Todo está normal señora, respondió uno de los funcionarios.

 

Nada más lejos de la verdad. Para las 6:00 pm comenzó a llover con más fuerza. Mi mamá estaba alerta. Mi tía Magally llegó a la casa para confirmar la preocupación de mi madre: unas viviendas habían colapsado en el cerro y dos niñas murieron. Ya mi casa no era un lugar seguro.
 

Mi mamá nos vistió a mí y a mi hermano, Rendervis, que tenía 5 años de edad. Nos preparó un bolso con lo esencial: compotas, una muda de ropa y algo de dinero. En mi inocencia, apenas podía percibir la angustia que sentía mi madre, más no la magnitud del asunto. Era el inicio de un deslave que acabaría con la vida de miles de personas; y mi familia, mis vecinos y yo estábamos a una cuadra de un río.
 

Eran las 10:00 pm y arreciaba la lluvia. Mi mamá nos levantó de la cama. Como sonámbulo, caminé con mi abuela, mi hermano menor, mi tía y mis padres.

Mis zapatos, unas botas marrones de cuero, quedaron empapados. Veía como lentamente el agua inundaba la sala de la casa. Le pregunté a mi mamá si nos pasaría lo mismo que le sucedió a la gente del Titanic. Ella no respondió.
 

Aquella casa de paredes y techos altos que mi bisabuela había construido 50 años antes quedaría sepultada por los escombros que arrastró el río.


II
 

A las 11:00 pm, mi familia y yo estábamos refugiados en la casa de Prima, nuestra vecina de 60 años de edad y reconocida por todos como una líder de la comunidad. Juntos, los vecinos nos sentíamos un poco más seguros.
 

La lluvia no cesaba y el río Curucutí rugía como una maquinaria pesada. Cuando nos quedamos sin luz el miedo nos comenzó a inundar tanto como el agua. Algunos comenzaron a rezar el rosario. Una imagen  de la Virgen del Valle, que estaba en la casa, fue un aliciente. 
 

Mi ropa estaba empapada… Los otros niños dormían. Yo no podía. Me mantuve al lado de mi mamá. Trataba de no llorar.  De un momento a otro, una mujer comenzó a gritar: “¿Mari Carmen, dónde están mis hijas?”. No quería creer que aquellas niñas habían sido arrastradas por la corriente. Entonces, ya no pude contener el llanto.
 

En algún momento de la madrugada del 16 de diciembre me quedé dormido. Al día siguiente, la lluvia continuaba. Al asomarme por la ventana, vi que  gran parte del barrio La Pedrera estaba bajo el agua. La casa de mi mejor amigo, Elio, había desaparecido. La calle principal estaba convertida en un gran torrente, turbio y turbulento.
 

Las piedras que bajaban de la montaña eran enormes y amenazaban con destruir la casa de Prima, donde estábamos. Los adultos sabían que en cualquier momento podía colapsar. Allí comenzó una nueva travesía. Nos movimos de una vivienda a otra por los techos a través de escaleras, como las de los bomberos, hasta llegar a la única casa que aún se mantenía en pie, la casa de Nanín.
 

Para ese momento era imposible transitar la calle principal del barrio. Primero pasaron los abuelos, seguidos de las mujeres, los niños y niñas;  al final les tocaría a los hombres. En la casa de Nanín esperaríamos a los rescatistas.
 

“Si estas montañas nos van a caer encima yo prefiero morir junto a mis dos hijos”, expresó mi mamá, mientras nos tomaba de la mano a mi hermano y a mí. Como pudo, mi papá la calmó: “Pronto nos van a rescatar, aquí no nos vamos a morir”.
 

Tal vez era el mediodía o las 3:00 pm, era difícil saberlo. A esa hora comenzamos a oír las hélices de un helicóptero y se reavivaron nuestras esperanzas de ser rescatados.
 

El presidente Hugo Chávez tenía menos de un año en el poder. Antes de que comenzara el aguacero todo el mundo estaba concentrado en la elección de los integrantes de una Asamblea Nacional Constituyente y en la posibilidad de un cambio profundo en el país. Yo era un niño y no sabía nada sobre política, pero si pude ver como los vecinos tomaban las camisas rojas del partido de gobierno y las amarraban a un palo para darle forma de bandera y llamar la atención del helicóptero.
 

“¡Agítenla, agítenla! ¡Con fuerza!”,  le  gritaban a los dos  hombres que portaban aquellas improvisadas banderas. “¡Estamos vivos, estamos vivos!”, continuaban gritando. Pero el helicóptero  se fue alejando hasta desaparecer. Pensé que todos íbamos a morir.
 

Muchos lloraban y mi abuela los consolaba. Yo seguía aferrado a mi mamá y  en un momento le pregunté: "¿Mamá, nos vamos a morir?”. Ella no respondió. 

 

III
 

El río no dejaba de crecer; a la misma velocidad  que nuestra angustia. Unos vecinos consiguieron un par de cuerdas para atarlas de un extremo al otro de un puente cubierto por el caudal del río Curucutí. Si cruzábamos aferrados a esas cuerdas, la corriente no nos arrastraría.
 

Nos dividieron en dos grupos. El primer grupo hizo un trayecto exitoso y logró ponerse a salvo. Mi padre, mi mamá, mi hermano, mi abuela y yo nos preparamos para ser los siguientes. ”Reinaldo, tú subes a Rendervis sobre tus hombros y yo agarro fuerte a Rey por el brazo”, le explicó mi mamá a mi papá. Mi abuela iba a la cabeza y era ayudada por dos hombres; pasó sin problemas. Asimismo, mi padre y mi hermano continuaron sin dificultades. Quedábamos mi madre y yo.
 

Ella estaba nerviosa. Yo lloraba y sentía entre mis piernas flaquitas todo lo que arrastraba el río, sin saber con exactitud qué llevaba el caudal. De un momento a otro, perdí el vínculo con mi mamá y la corriente me arrastró. Recuerdo los gritos desesperados de mi mamá.
 

Sobreviví porque mi tío Roland, que nos seguía, me rescató. “¡Rey corre, corre!”, me dijo. No sé cómo, pero llegué a los brazos de mi mamá. Mi ropa estaba llena de barro. Perdí mis zapatos. Estaba descalzo, pero vivo. Con mi mamá, con mi familia.
 

Entre lágrimas llegamos a un refugio en el batallón Simón Bolívar de La Guaira. Allí pasamos una noche, desconsolados porque lo perdimos todo. Pero al día siguiente, dimos gracias a Dios. Estábamos juntos y vivos. 
 

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