
Desenterró muertos para traer comida a la casa
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Ibis León
He sepultado mis recuerdos. Me veo a los siete años mirando la lluvia a través de la ventana durante horas y horas. Borré de mi memoria los gritos de auxilio y el llanto de mis vecinos en medio de la tragedia de esa noche del 15 de diciembre de 1999.
En otra imagen estoy acostada en un colchón tirado en el suelo. Estoy junto a mis padres y mi hermano de dos años. “¿Hasta cuándo va a llover, Dios mío?”, susurra mi mamá.
Estuvimos sin luz tres días y sin agua durante meses. Mi papá tuvo que unirse al voluntariado de la Cruz Roja para traer comida a la casa. A las 5:00 am iniciaba su jornada: junto a los rescatistas revisaba la cartelera del Servicio de Rescate Aéreo, en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía, y emprendía un peligroso viaje hacia las zonas del estado que el deslave del Ávila había borrado del mapa.
Durante 25 días desenterró cadáveres y los cubrió de cal para evitar una epidemia. Eran los muertos que había dejado la fuerza de la naturaleza, pero también el Ejército, la Guardia Nacional y la extinta Disip que ejecutaban a presuntos saqueadores y criminales por las noches.
Salía en grupos de ocho: tres rescatistas y cinco militares. Algunas veces desde la terminal aérea, otras desde los campos de golf en Caraballeda donde ubicaron otro centro de operaciones.
Mi papá recuerda el cuerpo de un bebé de un año arrasado por el barro y picoteado por las palomas en Macuto, el sonido de las bocinas de los carros sepultados en La Llanada (Caraballeda), las tumbas y las urnas desenterradas por el agua en el cementerio de La Guaira, la plaza Soublette (La Guaira) atestada de cadáveres...
La costa quedó desfigurada en sus palabras: “Recuerdo que cuando sobrevolamos el litoral era impresionante ver la magnitud de la devastación. Veías los chorros de agua como cascadas que salían de las montañas. La apariencia de la costa cambió completamente porque bajó tanto pantano y piedras que la montaña le ganó territorio al mar”.
El pueblo de Carmen de Uria fue el que más sufrió. “Quedó arrasado completamente. Era impresionante ver a la gente en las azoteas pidiendo auxilio”, recuerda mi papá.
La ubicación de nuestra casa sobre una cuesta del sector Las Tunitas, en Catia la Mar, nos salvó la vida, pero se la arrebató a otros. El agua bajaba y arrasaba con las casas y las personas que estaban dentro de ellas. Los cuerpos que se recuperaron fueron apilados junto a la Iglesia, a dos cuadras de mi casa. El párroco, que era radioaficionado, ayudó con las comunicaciones.
Recuerdo las latas brillantes y las botellas de agua potable que nos daba la Cruz Roja. Defensa Civil repartía leche en las escuelas y mi mamá hacía cola con mi hermano en brazos y conmigo a un lado para tener algo más para comer.
Mi mamá cuenta que caminó varios kilómetros hasta llegar al sector Mamo (Catia la Mar) para comprar algunos huevos después de que la lluvia pasó y cuando estaba a punto de pagar alguien gritó: “¡Ahí viene el río, se desbordó!”. La falsa alarma la hizo correr desesperada por su vida.
Pero el deslave también despertó la solidaridad. Se creó un puente aéreo para llevar alimentos, agua y enseres a los sobrevivientes. También se formó un grupo de motorizados que eran los únicos que podían atravesar las empantanadas vías terrestres del estado para llevar ayuda.
En mi casa no veíamos televisión. Los primeros tres días porque la lluvia interrumpió el servicio eléctrico. Y los días siguientes porque porque mi mamá no podía parar de llorar con las imágenes que mostraban la magnitud de la catástrofe en todos los noticieros. Solo recuerdo una emisión en la que repetían el nombre del desaparecido pueblo Carmen de Uria.
Las tuberías quedaron devastadas por la fuerza del lodo, el sedimento y los objetos que arrastró el agua. No teníamos agua para cocinar, para bañarnos, para lavar la ropa.
Los sobrevivientes de Las Tunitas bajaban a la zona que días antes había colapsado por la furia de la lluvia a buscar agua dulce en los riachuelos que salían de las montañas cercanas.
“Lo más terrible de todo, además de las vidas que se perdieron, fue la escasez de agua. Íbamos a cargar agua, bajábamos a bañarnos, a lavar la ropa, estuvimos bastante tiempo en eso porque todo colapsó. Era como haber sobrevivido a una guerra”, recuerda mi mamá.
Desde mi memoria saltan dos imágenes más: ver a familiares que no reconocía entrar a mi casa apenas con lo que tenían puesto, porque lo habían perdido todo. Y estar en una larga fila, dentro de un liceo de la zona, esperando un regalo. Estaba junto a mi prima y en medio del caos recibimos con emoción los ponis plásticos que le regalaban a los niños de Vargas, a los que se les había arrebatado la Navidad.
Lo que mi memoria esconde, mis emociones lo revelan. A 20 años de la tragedia, sigo sin poder disfrutar de la lluvia. Con cada llovizna vuelve el temor, la ansiedad y la duda: ¿Vargas lo soportará o colapsará bajo el agua de nuevo?